sábado, 23 de octubre de 2021

CXXVII nuevos beatos mártires, fieles testigos de la verdad

El pasado sábado, 16 de octubre, nuestra diócesis vivió una jornada histórica, puesto que fueron beatificados ciento veintisiete mártires de la persecución religiosa en España entre 1936 y 1939. Sacerdotes, seminaristas, religiosos y laicos integran tan considerable grupo, en el que se encuentran un sacerdote, hijo de Villa del Río, otro sacerdote, natural de Pedroche, y otro más, natural de Pedro Abad ―asesinado en nuestro pueblo―, así como un laico, natural de Bujalance: Juan Cano Gómez, Santiago Calero Redondo, Alfonso Canales Rojas y Antonio Zurita Mestanza; el primero, el segundo y el último ejercían sus funciones de coadjutor, párroco y sacristán de nuestra parroquia, respectivamente, hasta finales de julio de 1936, cuando, tras haber sido creado el Comité de Defensa de la II República en Villa del Río, es prohibido el culto católico, son saqueadas las iglesias y destruidos sus bienes materiales; el tercero, por su parte, era coadjutor de la parroquia de Pedro Abad hasta que es apresado en el mes y año referidos.

Los ciento veintisiete nuevos beatos mártires de Córdoba constituyen un claro ejemplo de vida en Cristo, al igual que otros tantos ―beatificados o no― que, a lo largo de toda la geografía española, fueron víctimas de la más cruenta y sanguinaria persecución religiosa de nuestra historia reciente, por una misma causa: la profesión de la fe católica. Don Juan, don Santiago, don Alfonso y don Antonio, así como los restantes ciento veintitrés, fueron puestos a prueba, de tal modo que tuvieron la obligación de elegir entre el amor o el odio; de acuerdo con su fe en Cristo, prefirieron la primera opción: tomar la cruz del martirio antes que someterse a la perversión y cargar con el remordimiento el resto de sus días. Mientras fueron ejecutados, la profusa llama de su fe irradió una luz extraordinaria, instante desde el que se convirtieron en fieles testigos de la verdad: Jesucristo, único capaz de librarnos del pecado al infundirnos su misericordia, la misma que, llegado el momento, derramaron los mártires sobre sus verdugos.