Hoy, 15 de septiembre, la Iglesia universal celebra la memoria de los Dolores de la Bienaventurada Virgen María, por lo que, en este día, se veneran, especialmente, las advocaciones propias de los siete dolores de la Santísima Virgen.
La Virgen María aceptó el plan de Dios sobre sí sin condición alguna. En este sentido, confió, íntegramente, su misión de madre a la voluntad del Creador, entregando todo su ser al servicio de Nuestro Señor, Redentor de la humanidad.
Al poco de nacer Jesucristo, el anciano Simeón reveló la profecía según la que una espada de dolor atravesaría su alma. De este modo, la Santísima Virgen debió asumir el sufrimiento como carácter inherente a su misión de madre. Más tarde, tendría que huir del malvado Herodes, marchándose a Egipto con su esposo y su hijo. Siendo un niño aún, sufriría la pérdida momentánea de Jesús en el templo de Jerusalén. En su pasión, encontraría a Cristo con la cruz a cuestas y, posteriormente, asistiría a su crucifixión; acto seguido, reposaría muerto en su regazo y, finalmente, experimentaría el más terrible vacío en su alma: el de una madre a la que le han arrebatado al hijo de sus entrañas, una madre sumida en la más profunda y absoluta soledad.
A pesar de ello, María Santísima siempre se mantuvo fiel a la misión de madre, la misma que el ángel Gabriel le había encomendado de parte del Altísimo. De tal modo, su confianza en Dios fue total y absoluta; por tanto, es el modelo de fidelidad y plenitud cristiana por excelencia y, por ende, aurora de salvación para la humanidad.