Nosotros, los pecadores, necesitamos que nos devuelvan la esperanza. Si alguien piensa «No soy pecador», es que, simplemente, es tonto. Nadie se salva de deficiencias, debilidades, errores. Y las religiones, en general, no lo han entendendido. Piensan que todo se arregla con la Ley y el castigo.
Como vemos en la 1ª lectura (2 Samuel 12, 7-10. 13), el pecado acarrea el castigo de Dios, como condición para el perdón. Jesús se sale de ese molde; sabe que el pecado es nuestra ceguera, nuestra debilidad, nuestra cruz. Y sabe que sólo hay un remedio: el amor. Sólo el amor es capaz de regenerarnos, mejorarnos, sanarnos desde dentro.
Por eso acoge a los pecadores, y ellos sienten que Él les devuelve la esperanza (Evangelio: Lucas 7, 36-8, 3). Y así lo entiende Pablo (2ª lectura: Gálatas 2, 16. 19-21): la Ley pura y dura mata. Es Jesús el que da vida, porque hace sentir el amor de Dios que acoge a todos sus hijos, en especial a aquellos que se encuentran heridos y enfermos. Jesús revela que Dios no es un juez que busca castigarnos, sino un médico bondadoso y eficaz, que da la vida y sana la enfermedad.