Como cada 25 de diciembre, la Iglesia universal celebra la solemnidad de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo. Se trata de un misterio precioso: todo un Dios hecho hombre que, como cualquier otra criatura humana, nace del seno de una mujer.
Hace más de dos mil años, el Padre confió a los ángeles el extraordinario anuncio de la buena nueva: el nacimiento de su Hijo, nuestro Salvador. En este sentido, nosotros, al igual que los ángeles, estamos llamados hoy a ser testigos comprometidos y, por ende, fieles mensajeros del Verbo encarnado, nacido de María, la Virgen, para la expiación de nuestras culpas.
Ahora, como entonces, Dios se nos presenta a través de la tierna mirada de un niño indefenso que, desde su cándida inocencia, apela a cada uno de nosotros, instándonos a tener un corazón desbordante de pureza, como el de un niño recién nacido.
Alegrémonos, como María y José ―quienes, en el silencio de la noche santa de Navidad, meditan el maravilloso acontecimiento del que han sido testigos privilegiados―, puesto que, hoy, el Mesías ha venido a este mundo para la salvación de todos los hombres.