Me gusta más la parábola de la sal que la de la lámpara (el texto dice «vela»), porque es más humilde, más discreta, no tiene las pretensiones de «ser luz para otros». La humilde sal, discreta y necesaria. Solo se nota cuando falta o cuando sobra. Las cosas sin sal no llegan a tener su propia sabor. Las con sal no saben a sal, sino a ellas mismas, ya no son comestibles (Evangelio: Mateo 5, 13-16).
Usted y yo conocemos personas que se notan, sobre todo cuando faltan, y es que son discreta sal, que ponen sabor en todo sin ruido, sin resplandores. Pablo dice de sí mismo que actuó así: nada de sublimes elocuencias ni sabidurías, simplemente presentar a Jesús crucificado (2ª lectura: 1 Corintios 2, 1-5). Porque nosotros no somos la sal, es Jesús el que da sabor a todas las cosas. Y tampoco se trata de predicarle ostentosamente: nuestra sal es más simple y cotidiana: partir el pan con el hambriento, hospedar a los sin techo, vestir al desnudo, desterrar la opresión, la maledicencia (1ª lectura: Isaías 58, 7-10)... Entonces estamos poniendo sal a la vida de todos, no nuestra sal, sino la sal de Jesús.