La lectura del libro del Éxodo (1ª lectura: Éxodo: 24, 3-8) nos acerca a un rito prehistórico, casi pagano: matanza de reses, derramamiento de sangre, pacto con Dios… Todos los dioses antiguos exigen oro y sangre, y hasta Israel se contagia en parte de estos ritos.
Jesús (Evangelio:
Marcos 14, 12-16. 22-26) cambia esos signos. No hay matanzas ni pactos. El
signo es el pan y el vino. Lo que se entrega a Dios no es un montón de vacas
degolladas sino el corazón de cada uno. Y es que la vida entera, la de Jesús y
cada uno de nosotros, es una ofrenda a Dios. Como el grano de trigo que muere
para ser pan, como el grano de uva que muere para ser vino. Pan y vino que
también morirán para darnos alimento y alegría. Todos estamos invitados a
comulgar con Jesús, a dar la vida, toda la vida, por los demás.
La sangre de
machos cabríos y toros y el rociar con las cenizas de una becerra (2ª lectura:
Hebreos 9, 11-15) no tenía ningún poder de consagrar ni de purificar. Y lo que
hacemos en la Eucaristía no tiene nada de sacrificio sangriento, sino de
entrega del corazón al Reino, nosotros como Jesús.