El Evangelio muestra un alarde del estilo de Jesús (Evangelio: Lucas 19, 1-10). En medio de las aclamaciones, Jesús sigue siendo, ante todo, médico... aun a costa de que todo el mundo murmure. Zaqueo no tiene más mérito que la curiosidad, pero Jesús sabe que está enfermo, enfermo de codicia, «jefe de publicanos y rico». Y hacia ese enfermo se dirige. Es que tiene un corazón como el de su Padre.
Conviene leer hoy muy despacio la 1ª lectura (Sabiduría 11, 22-12, 2) para conocer a Dios y para disfrutar. Es la mejor imagen de Dios que aparece en todo el Antiguo Testamento: su poder es su bondad, «a todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amigo de la vida. En todas las cosas está tu soplo incorruptible». Por el mismo camino va Pablo (2ª lectura: 2 Tesalonicenses 1, 11-2, 2) que dice: «Jesús nuestro Señor sea vuestra gloria y vosotros seáis la gloria de él».
La gloria de Dios resplandeció en Jesús precisamente en Jericó. No por las aclamaciones sino por devolver la vista al ciego. Porque la gloria de Dios es tener un corazón como el suyo. Con razón dijo Pedro en su sermón de Cesárea (Hechos 10) que Jesús «pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el mal porque Dios estaba con Él».