Los siete hermanos dan la vida por una admirable fidelidad a la Ley. Pero, sobre todo, por una inquebrantable confianza en la vida eterna: «Vale la pena morir a manos de los hombres cuando se espera que Dios mismo nos resucitará» (1ª lectura: 2 Macabeos 7, 1-2. 9-14). Jesús corona esta fe con una preciosa frase: «El Dios de Abrahán, de Isaac, de Jacob... no es un Dios de muertos sino de vivos» (Evangelio: Lucas 20, 27-38).
Nosotros estamos llamados a la vida, a una vida más plena aquí y ahora, a una vida que merezca llamarse vida, y con la esperanza de algo mucho mejor aún para el futuro. Porque cuando lleguemos nos encontraremos con el Padre que nos estará esperando. Por eso podemos decir, con profunda alegría, lo mismo que Pablo (2ª lectura: 2 Tesalonicenses 2, 16-3, 5): «Que Jesucristo nuestro Señor y Dios nuestro Padre –que nos ha amado tanto y nos ha regalado un consuelo permanente y una gran esperanza– os consuele internamente y os dé fuerza para toda clase de palabras y de obras buenas».