La Iglesia se une hoy con gozo y
alegría para celebrar a su Madre, la Bienaventurada Virgen María, que,
realmente llena de gracia y bendita entre las mujeres, en previsión del
Nacimiento y de la Muerte salvífica del Hijo de Dios, suyo, desde el mismo
instante de su Concepción fue preservada de toda culpa original, por singular
privilegio de Dios. En este mismo día fue definida el año 1854 por el papa Pío
IX como verdad dogmática recibida por antigua tradición, que ya creía en este
hecho y veneraba de este modo a la Santísima Virgen.
María es la Madre de Jesucristo y
Madre nuestra del Cielo, es la que viene a renovar a la mujer del Génesis, Eva,
vida, que junto a Adán, tierra, dan lugar a la fructífera vida del hombre, muy
buena creación de Dios, quien le ha dado la plena libertad de seguirlo o no; de
ahí, se deduce la actitud de los primeros pobladores, castigados por seguir a
la serpiente, a esa estirpe que no trae para nada bien, no insta a seguir el
buen camino como María, a la espera de Dios, viviendo por tanto a sus espaldas
y no esperándolo, a su debido encuentro correspondido; de ahí que Dios diga «Establezco
hostilidades entre tu estirpe y la de la mujer» (1ª lectura: Génesis 3, 9-15.
20), porque el hombre, en su conjunto, decidió no seguir a Dios. Ahora, María,
nueva, viene al encuentro de Dios, responde a su llamada, lo gratifica con su
acción, es Ella la nueva Eva, la vida en su plenitud, por cuya intercesión Dios
nos infunde su gracia, su bien, su dicha, nos impregna de lo más valioso que
puede darnos; por ello, el salmo nos alude a nosotros: «Cantad al Señor un
cantico nuevo, porque ha hecho maravillas».
Nosotros somos identificados con
Cristo, somos hechos a imagen y semejanza de Dios, «Nos eligió en la persona de
Cristo, antes de crear el mundo» (2ª lectura: Efesios 1, 3-6. 11-12); María es
ejemplo de fiel seguimiento, es aquella elegida a la que visita el ángel y le
dice: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Evangelio: Lucas 1,
26-38); es fiel a su Hijo, al Espíritu en el que confía, del que recibe esa
llamada de Dios a obrar bien, de la que se fía, y se pone en marcha, en camino,
está a la espera. Ella es fundamental, sin Ella no entenderíamos este tiempo de
preparación del Adviento, porque Ella es la que lo concibe, al Niño Jesús, Dios
mismo, Palabra hecha carne, la concebida sin pecado original, la que ostenta el
privilegio tal, de vivir, de sentir al mismo Jesucristo en sus brazos, tenerlo
y sufrirlo, ofrecerlo, entregarlo, para que sea acogido por esos a quienes
alude el salmo, debidamente bien, correspondientemente, como merece el que nos
redime, aunque no lo hagamos; es Ella guía fiel, en la que confiar,
intercesora, para llegar a la Gloria, para hacerla y ganárnosla desde aquí
teniendo en cuenta la propia dignidad humana, que hemos de poner en práctica,
construir y probar, para que con dignidad alcancemos un día la gracia, por
medio de la infundida, que nos llena, que nos colma, satisface, nos propicia
plenitud, a todos, si practicamos los valores con sentido y sentimiento propio
a la espera del Niño que sale a nuestro encuentro, pequeño y grande, porque esa
es su enseñanza, la de la pequeñez surge la grandeza; la redención, la conversión
y la salvación vienen de Él, al creer que nos da de sí lo mejor, nos hacemos
nuevos y damos consecuentemente lo mejor que podamos hoy de nosotros, a favor
mutuo, del prójimo y del mismo Dios, hecho que prueba el amor, que refiere el
mandamiento, vivido y cumplido así por nuestra parte.
Acerquémonos preparados a
recibirlo como María, siguiendo el ejemplo de la Madre que nos hace sentir bien
plenamente con su obra y el seguimiento de ella misma, la propia y plena acogida
de lo ofrecido, porque vale verdaderamente para nosotros, propicia y precisa hoy
lo deseado y querido, lo buscado y alcanzado, encontrado y logrado, al considerarla
y hacer nosotros hoy correspondiendo a la llamada del Padre, a sus hijos, por
medio de la Madre y el Espíritu derramado, que nos impregna del bien y la
gracia divina.
Jesús Cuevas Salguero