Pablo
ofrece un magnífico pregón sobre la voluntad de Dios, sobre la misión que nos
encomienda, el tesoro que pone en nuestras manos: su hijo Jesús (2ª lectura:
Efesios 1, 3-14). Somos continuadores de aquellos doce, enviados por Jesús como
ellos, y provistos de las mismas armas: Palabra y pobreza (Evangelio: Marcos 6,
7-13). Pero no podemos hacernos ilusiones: debemos estar preparados porque «el
mundo» nos será hostil.
Los criterios de Jesús no son los criterios humanos: en
el mundo prevalecen la violencia, la avaricia, el rencor… Todo lo que en el
Evangelio se llaman «demonios». Desde siempre ha sido así, los errores y
mezquindades del corazón humano resistiéndose contra el sueño de Dios, su
Palabra y sus profetas.
Es muy triste la imagen de la primera lectura (Amós 7,
12-15), en la que el mismo sacerdote del templo del Norte comprende que el
profeta corre peligro por obedecer a Dios y anunciar su palabra, y le sugiere
que se vaya. Amós, como Pablo, como el mismo Jesús, siente que no puede callar,
que la Palabra que Dios les encomienda es un fuego irrefrenable, aunque puede
llevarlos a la muerte.