Una vez más, Jesús se dedica a lo suyo, a curar, bien sea enfermedades o pecados: se trata de liberar a los oprimidos (Evangelio: Lucas 17, 11-19). La curación de que realiza es signo de la presencia de Dios, que rompe cualquier límite que le intentemos poner.
Ya en el Antiguo Testamento la Salvación de Dios se manifiesta más allá de Israel, como en Naamán, el sirio (1ª lectura: 2 Reyes 5, 14-17). En el Evangelio Jesús sana a un leproso samaritano, porque «la Palabra de Dios no está encadenada» (2ª lectura: 2 Timoteo 2, 8-13). A Dios no lo detienen nuestros prejuicios. Es de todos y para todos, porque todos somos sus hijos. ¡Qué preciosamente lo entiende Pablo!: «Si somos infieles, Él permanecerá fiel».
Es hora, y es urgente, de que miremos despacio, detenidamente a Jesús para cambiar definitivamente la imagen de Dios que tenemos. Dios es como se muestra en Jesús. Cualquier otra imagen es una caricatura. Dios es como el médico, como el juez. Es como el pastor, no como el lobo que acecha para matar. El que hable de otros dios es que no ha conocido a Jesús, ni lo ha creído.