Los discípulos se sorprenden al ver a Jesús hablando con una mujer, extraña y extranjera (Evangelio: Juan 4, 5-42). Los discípulos se extrañan de que Jesús nunca evita a nadie, más aún, se acerca al que más lo necesita. Jesús es consciente de su misión: dar la vida entera, hasta la muerte, para ayudar a todos.
Esta vez es una mujer de vida dudosa, otra será un leproso, o un publicano..., cualquiera. Jesús es para todos y es capaz de dar la vida por cualquiera (2ª lectura: Romanos 5, 1-8). Porque Jesús sabe que todos tenemos sed, sed de paz, de seguridad, de fraternidad, de esperanza. Y para eso es su vida. Jesús es como una fuente en mitad del desierto (1ª lectura: Éxodo 17, 3-7), regalo de Dios. Y su mayor deseo es saciar nuestra sed.
Jesús mira al mundo como a una multitud sedienta, como a una cosecha todavía inmadura, y sabe que el Padre lo ha puesto en el mundo para hacerlo madurar, para saciar su sed, para que lo conozcan y se sientan hijos queridos, acompañados, cuidados por él.