Todos
saben que Jesús no es más que un carpintero, hijo del carpintero, y conocen a
su madre (Evangelio: Juan 6, 41-51). No ha bajado del cielo sino de sus padres.
Es un impostor.
No han entendido nada, siguen pensando en apariciones
espectaculares, en dioses deslumbrando desde montañas humeantes. No pueden
reconocer a Dios en un hombre de apariencia normal.
Pero Dios resplandece en
Jesús… para el que no espere dioses-ídolos llenos de poder y crueldad. Del
cielo no caen rayos para atemorizar y destruir, sino pan para alimentar.
El
mismo pan que dio fuerzas al propio Elías (1ª lectura: 1 Reyes 19, 4-8) para
atravesar el desierto y llegar al encuentro con Dios en el monte. Ese es el pan
que hace posible el estupendo milagro de una vida según Jesús, tal y como la
describe Pablo (2ª lectura: Efesios 4, 30-5, 2).
Vivir así es un milagro, solo
posible por la fuerza de Dios. Para eso contamos con el Pan de Dios, Jesús, el
hijo de José y María.