El
mundo de lo religioso está lleno de símbolos que muchas veces hablan mejor que
las palabras.
No pocas veces los símbolos que se refieren a Dios son
espectaculares, grandiosos e incluso aterradores: la montaña en llamas, el
viento huracanado, el trono del rey… Se refieren ante todo al poder, que
provoca temor y sumisión.
Jesús habla con otros signos, que hablan de otro Dios.
Dios es alimento. El signo tiene antiguas raíces, como el maná con que el Señor
alimentó a su pueblo en el desierto (1ª lectura: Éxodo 16, 2-4. 12-15). Esto se
culmina en el Evangelio (Juan 6, 24-35): «Yo soy el pan de vida. El que viene a
mí no pasará hambre». Nosotros los humanos, ¿de qué tenemos hambre y sed? ¿Qué
es lo que más necesitamos? Más aún que la salud o el dinero, necesitamos la
paz, la amistad, la fidelidad, la honradez. Esa hambre se sacia con Jesús.
Pablo
nos lo deja aún más claro (2ª lectura: Efesios 4, 17. 20-24): «Dejad que el
Espíritu renueve vuestra mentalidad y vestíos de la nueva condición humana,
creada a imagen de Dios: justicia y santidad verdaderas».