Hace una semana justo
festejábamos la natividad de la santísima Virgen María, además de celebrar la
festividad de nuestra Patrona: la Virgen de la Estrella. Hoy, día 15 de
septiembre, como cada año, tras haber celebrado ayer la fiesta de la Exaltación
de la santa Cruz, se presenta nuestra Señora al pie de la misma, en su mayor
Dolor, en su soledad y desconsuelo. Ya ha sido convertida por su Señor, su
Hijo, Jesús, en Madre de todos, de la Iglesia, del mundo: Madre buena, atenta y
amable para sus hijos; pero, al mismo tiempo, la profecía de Simeón se ha hecho
más latente que nunca en su corazón: la espada de dolor ha traspasado su alma.
Ha quedado sola, dolorosa, angustiada, llena de lágrimas; quizá se pregunte: ¿este
era el plan que me anunció el ángel del Señor? Seguro que, pese a ello, confía
en su Señor, en Dios y en su santo Espíritu; ¡sí, confía!, ¡sí, sé ejemplo para
tus hijos!, escucha. Desde luego María santísima en su Soledad nunca dejó de
tener fe en esa promesa que el ángel le anunció, nunca desconfió y siempre tuvo
presente el mandato de su Señor. Ojalá practiquemos como Ella nuestra fe,
obremos y actuemos, aceptando de palabra y de hechos todo aquello bueno cuanto
se nos proponga: construiremos un mundo esperanzador, prometedor y pacífico;
seremos aliento, vida y luz para este mundo, plenitud, para esta sociedad en la
que vivimos, que tanta Luz necesita, tanto a Cristo y a María –como ellos
mismos se necesitaron, el uno al otro, Madre e Hijo (maestros honorables),
admirables–, tanta Estrella y guía, luz del caminante, tanta fuente inagotable
de paz y bondad, como reza el himno de nuestra Señora de la Estrella coronada.
¡Felicidades,
Madre amantísima: María santísima de la Soledad!
Jesús Cuevas Salguero 15/09/2015