Mirando al final, a la Vida Definitiva, los cristianos nos movemos entre el
catastrofismo y la esperanza. Los discípulos preguntan a Jesús: «¿Serán pocos
los que se salven?». ¿Por qué no dijeron «¿serán muchos?»? (Evangelio: Lucas 13, 22-30).
Jesús, como tantas veces, no contesta a lo que preguntan sino a lo que deberían
haber preguntado. Vosotros, esforzaos, elegid la puerta estrecha y el camino
empinado, que es fácil echarse a perder. Y, si la vida trae disgustos y
adversidades, aguantad bien, mantened la fe, que el mal suele ser fuente de más
bien (2ª lectura: Hebreos 12, 5-7. 11-13).
Pero, en medio de la cuesta arriba de la vida, debe imponerse la esperanza.
Desde el fondo del Antiguo Testamento resuena la esperanza inquebrantable de
Isaías: «Así dice el Señor: Yo vendré para reunir a las naciones de toda
lengua; vendrán para ver mi gloria... y anunciarán mi gloria a las naciones. Y
de todos los países, como ofrenda al Señor, traerán a todos vuestros hermanos»
(1ª lectura: Isaías 66, 18-21). ¿Se puede ser cristiano sin mantener la
esperanza de que al final Dios se saldrá con la suya y no se perderá ningún
hijo?