Pablo nos muestra su corazón entristecido porque su pueblo no ha creído en Jesús (2ª lectura: Romanos 9, 1-5). El profeta Elías siente la presencia de Dios en el monte Horeb, no en el terremoto, ni en la tormenta, ni en el huracán, sino en la brisa suave, que sopla como un susurro (1ª lectura: 1 Reyes 19, 9a. 11-13a).
El problema es reconocer a Dios. Podemos verlo y no reconocerlo, no creer. Es lo que les pasó a quienes convivieron con Jesús: esperaban al Mesías de Dios pero, cuando lo tuvieron delante, no lo reconocieron y no creyeron en él.
Sin embargo, un puñado de ellos sí que creyeron, lo creyeron como Señor aun en medio de la tempestad, y cerca de la muerte, creyeron en él. Pedro puso a prueba su propia fe, y descubre que es una fe frágil. Necesita que Jesús le eche una mano (Evangelio: Mateo 14, 22-23). Más o menos como nosotros.
Necesitamos que el Espíritu, el Viento de Dios, nos eche una mano, porque somos como aquel que le decía a Jesús: «Creo, Señor, pero ayuda mi poca fe».