El Evangelio (Mateo 16, 21-27) completa el del domingo anterior. Jesús ha alabado la fe de Pedro y ha puesto en él su confianza. Pero Pedro todavía piensa que Jesús va a ser un gran rey, conquistador y esplendoroso, como David. No le cabe en la cabeza que Jesús vaya a fracasar muriendo crucificado.
Jesús lo increpa con dureza, lo llama Satanás, tentador. Pero hay que darle tiempo; llegará un momento, muerto y resucitado Jesús, en el que Pedro mostrará su fe en la mejor fórmula de toda la Escritura: «Dios estaba con él», con el crucificado. Pedro ya estará cambiado, transformando, capaz de discernir entre lo bueno y lo malo, capaz de pensar y actuar como Jesús (2ª lectura: Romanos 12, 1-2). El secreto no está simplemente en el tiempo, en el progresivo conocimiento. El secreto lo expresa muy bien Jeremías (1ª lectura: Jeremías 20, 7-9): «Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir».
Nuestro seguimiento de Jesús no es simplemente un acto de fe racional; es algo más profundo. Jeremías habla de «seducción» que podemos traducir por «fascinación». Jesús nos ha enseñado mucho, pero, fundamentalmente, nos ha robado el corazón.