sábado, 21 de septiembre de 2013

VÍA CRUCIS: expresión íntegra, única y eterna de la fe



En la tarde-noche del sábado, 14 de septiembre, Córdoba se desbordaba ante el ejercicio piadoso del Vía Crucis. La marea cofrade invadía las calles cordobesas para ser partícipes de este rezo Camino de la Cruz, en el que dieciocho hermandades cordobesas sacaron sus titulares a las calles, confluyendo todas en la Cruz del Rastro; lugar desde el que daba comienzo el recorrido oficial para todas las cofradías, en el que se rezaría el propio Vía Crucis.

El Vía Crucis es la expresión íntegra, única y eterna de la fe: íntegra, por contener este rezo los fundamentos y principios en los que se basa el cristianismo; Cristo entrega su vida por nuestra Salvación, y tras ello se salva Él mismo de la muerte, resucitando al tercer día, y por tanto, presentándose vivo entre nosotros, visible en la Eucaristía, Sacramento que Él mismo instituyó en la noche en que iba a ser entregado. Única, por no existir expresión alguna que abarque las verdades de nuestra fe, nuestras creencias, que se sustentan en la naturaleza redentora de Dios para con sus hijos, hasta el punto de entregar a su propio Hijo por todos los demás, todos y cada uno de nosotros. Eterna, por ser un rezo que por siempre tendrá validez y fundamentación debido a su carácter reflexivo, espiritual y piadoso; carácter que se hace presente en todas y cada una de las estaciones que discurren a lo largo de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo; Resurrección, sobre la que recae todo el peso de nuestra fe en Cristo Jesús, en su Padre y nuestro, Dios, y en el Espíritu Santo, por ser la que nos habla de un Dios vivo, que ha vencido a la muerte por amor a sus hijos, y que espera lo mejor de nosotros; por ello Él siempre está a nuestro lado y nos concede eternamente misericordia.

Todos y cada uno de los pasos con los que era escenificada la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, recorrieron la ribera para pasar bajo el Arco del Triunfo y adentrarse en la Plaza del mismo nombre, presidida por el Arcángel San Rafael, Custodio de la ciudad de Córdoba; fue allí donde tuvo lugar la lectura de las estaciones del Santo Vía Crucis, con su posterior reflexión y oración; tras ello, todos los pasos avanzaron en dirección a la Puerta del Perdón de la Santa Iglesia Catedral, por donde se adentrarían al Patio de los Naranjos, tras el que cruzarían otra puerta, en este caso la de las Palmas, entrando así al propio templo catedralicio.

En el Altar Mayor de la Catedral tuvo lugar la Adoración a Jesús Sacramentado, una vez que todos los pasos se encontraban en el interior del templo. Durante el transcurso de la Adoración Eucarística, el Sr. Obispo pronunció una sentida y convincente homilía, en la que resaltó el significado cristiano de la Cruz y destacó el sentido del rezo del Vía Crucis.

Momentos después, Jesús Sacramentado, que había sido expuesto en Adoración, era devuelto al Sagrario, al cual siempre tenemos la oportunidad de dirigirnos para orar y estar junto a Jesús vivo y resucitado, fuente de amor, perdón, paz, misericordia, oración, fe, esperanza y caridad.

La Adoración Eucarística con la Bendición del propio Jesús Sacramentado, puso el punto y final, y como decía el Sr. Obispo, fue el mejor colofón a este acto de fe, al Vía Crucis Magno del Año de la Fe; rezo que fue introducido en occidente por el Beato Álvaro de Córdoba, siendo esta ciudad, por tanto, la primera en rezarlo tras Jerusalén, desde donde trajo esta práctica piadosa el dominico Álvaro. Aunque en este caso no se ha seguido el rezo tradicional, con catorce estaciones, la mayoría de ellas basadas en los relatos bíblicos y otras más apegadas a la tradición popular, sobre todo extraídas de los evangelios apócrifos, sino el propuesto por el ahora Beato Juan Pablo II en 1991, ya que éste se adaptaba mejor a los pasos de la Semana Santa cordobesa que representarían las quince estaciones de este Vía Crucis, alternativo y complementario al tradicional, basadas en el Nuevo Testamento.

Una vez terminado el acto en la Catedral, los pasos iniciaron el camino de vuelta a sus respectivos templos volviendo a llenar las calles de Córdoba de fe y devoción.

La Cruz de Cristo, nuestra propia Cruz, nuestro mayor símbolo, aparece exaltada, triunfante y gloriosa porque Cristo ha resucitado; la Cruz de Cristo, de la que debemos participar, la que ha movido a todo el pueblo cristiano cordobés a organizar este gran acontecimiento y acto de fe y oración, y a participar de él, es en palabras del Sr. Obispo, fuente de esperanza, de amor de Dios para con sus hijos y de amor de nosotros, sus hijos, para con Él y para con nuestro prójimo. El amor de Dios, representado en la Cruz, conlleva al perdón y a la misericordia del Padre, a la redención del Hijo, y a la paz del Espíritu Santo.

María, Madre Nuestra y de Nuestro Señor es la Reina de la Paz; paz de sus hijos y fieles devotos, paz en el mundo y paz en la Gloria Celestial a la que Ella, con su naturaleza corredentora nos guía siempre de la mano y del amor de Dios para con sus hijos; amor que debemos llevar a la práctica, a nuestra propia vida, desviviéndonos y ofreciéndonos a Cristo y a los demás, especialmente a los más necesitados y desfavorecidos, esto es la caridad, ejemplificada de forma inigualable en la figura de Jesucristo, Salvador nuestro, de nuestro pecado y de nuestra muerte, de nuestro caminar sin rumbo como una oveja perdida que con esfuerzo y dedicación recupera , reconduce a la fe, ayudado siempre por María, que brilla como Estrella de la Nueva Evangelización.

La Virgen María fue precisamente la que inició el acto de fe del pasado sábado, en este caso se nos presentaba bajo la advocación de Reina de los Mártires, en alusión a los numerosos mártires que por desgracia ha conocido la diócesis cordobesa; fue a Ella, a la que Mons. Demetrio Fernández realizó una ofrenda floral en memoria de los santos mártires, ya mencionados; fue Ella, la que nos incitó bajo su andar alegre y victorioso a rezar el Vía Crucis hasta llegar a la Resurrección eterna y gloriosa de su Bendito Hijo; fue Ella, la Divina Pastora de nuestras almas, la que nos unió como un rebaño para seguir la pasión y muerte redentora de Nuestro Señor Jesucristo; fue Ella, la que nos permitió vivir y disfrutar de una experiencia histórica, religiosa, espiritual y de fe, en la que el numeroso patrimonio que rodeaba a las imágenes de Jesús en cada estación, se hacía ofrenda, elevación y exaltación de esa fe profesada, celebrada, vivida y rezada, como diría el ahora Doctor de la Iglesia, Juan de Ávila; fue Ella, es Ella, y será Ella, la que nos incite a impregnarnos de Jesús, del Maestro, de su Escritura, de su Ejemplo y a participar de la Eucaristía, ya que Ella nos lo ofrece para posteriormente entregárnoslo, pero a pesar de ello, nunca lo abandona sino que se hace fiel seguidora de su Hijo, de Nuestro Señor, sufriendo así con Él el calvario por nuestros pecados; por ello María es refugio de los pecadores.

Sin duda, dejándonos guiar por la Stella Matutina, participaremos de la Cruz de Cristo, cargando con ella, y a la vez disfrutando, ya que así nuestro camino pasará muy cerca de Dios; nuestros pecados serán perdonados por el amor que profesamos a Dios y a los demás, demostrado en el peso que llevamos encima, el peso de la ayuda al necesitado, de la esperanza en un mundo mejor, y de la fe en Jesús que nos salva y nos da la paz, la reconciliación y la unidad entre hermanos; esa es la obra de nuestra Salvación; así tendremos las Puertas abiertas de su Gloria Celestial, y así viviremos la Verdad que Él mismo constituye, y escucharemos su llamada, su voz, que nos invita a ser discípulos misioneros suyos, integrantes de su rebaño, hermanos y cofrades unidos todos como una gran familia, la familia de los hijos de Dios, partícipes y pertenecientes a su Iglesia, en cuya misión evangelizadora nos debemos ver involucrados; este es el compromiso de fe al que Jesús nos mueve tras haber rezado el Vía Crucis y haberlo adorado.

Jesús Cuevas Salguero 19/09/2013