En la tarde-noche del sábado, 14 de septiembre, Córdoba se desbordaba ante el ejercicio piadoso del Vía Crucis. La marea cofrade invadía las calles cordobesas para ser partícipes de este rezo Camino de la Cruz, en el que dieciocho hermandades cordobesas sacaron sus titulares a las calles, confluyendo todas en la Cruz del Rastro; lugar desde el que daba comienzo el recorrido oficial para todas las cofradías, en el que se rezaría el propio Vía Crucis.
El Vía Crucis es la expresión íntegra, única y
eterna de la fe: íntegra, por contener este rezo los fundamentos y principios
en los que se basa el cristianismo; Cristo entrega su vida por nuestra
Salvación, y tras ello se salva Él mismo de la muerte, resucitando al tercer
día, y por tanto, presentándose vivo entre nosotros, visible en la Eucaristía,
Sacramento que Él mismo instituyó en la noche en que iba a ser entregado. Única,
por no existir expresión alguna que abarque las verdades de nuestra fe,
nuestras creencias, que se sustentan en la naturaleza redentora de Dios para
con sus hijos, hasta el punto de entregar a su propio Hijo por todos los demás,
todos y cada uno de nosotros. Eterna, por ser un rezo que por siempre tendrá
validez y fundamentación debido a su carácter reflexivo, espiritual y piadoso;
carácter que se hace presente en todas y cada una de las estaciones que
discurren a lo largo de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor
Jesucristo; Resurrección, sobre la que recae todo el peso de nuestra fe en
Cristo Jesús, en su Padre y nuestro, Dios, y en el Espíritu Santo, por ser la
que nos habla de un Dios vivo, que ha vencido a la muerte por amor a sus hijos,
y que espera lo mejor de nosotros; por ello Él siempre está a nuestro lado y
nos concede eternamente misericordia.
Todos y cada uno de los pasos con los que era
escenificada la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, recorrieron la ribera
para pasar bajo el Arco del Triunfo y adentrarse en la Plaza del mismo nombre,
presidida por el Arcángel San Rafael, Custodio de la ciudad de Córdoba; fue
allí donde tuvo lugar la lectura de las estaciones del Santo Vía Crucis, con su
posterior reflexión y oración; tras ello, todos los pasos avanzaron en
dirección a la Puerta del Perdón de la Santa Iglesia Catedral, por donde se
adentrarían al Patio de los Naranjos, tras el que cruzarían otra puerta, en
este caso la de las Palmas, entrando así al propio templo catedralicio.
En el Altar Mayor de la
Catedral tuvo lugar la Adoración a Jesús Sacramentado, una vez que todos los
pasos se encontraban en el interior del templo. Durante el transcurso de la
Adoración Eucarística, el Sr. Obispo pronunció una sentida y convincente homilía,
en la que resaltó el significado cristiano de la Cruz y destacó el sentido del
rezo del Vía Crucis.
Momentos después, Jesús Sacramentado, que había sido
expuesto en Adoración, era devuelto al Sagrario, al cual siempre tenemos la
oportunidad de dirigirnos para orar y estar junto a Jesús vivo y resucitado,
fuente de amor, perdón, paz, misericordia, oración, fe, esperanza y caridad.
La Adoración Eucarística con la Bendición del propio
Jesús Sacramentado, puso el punto y final, y como decía el Sr. Obispo, fue el
mejor colofón a este acto de fe, al Vía Crucis Magno del Año de la Fe; rezo que
fue introducido en occidente por el Beato Álvaro de Córdoba, siendo esta
ciudad, por tanto, la primera en rezarlo tras Jerusalén, desde donde trajo esta
práctica piadosa el dominico Álvaro. Aunque en este caso no se ha seguido el
rezo tradicional, con catorce estaciones, la mayoría de ellas basadas en los
relatos bíblicos y otras más apegadas a la tradición popular, sobre todo
extraídas de los evangelios apócrifos, sino el propuesto por el ahora Beato
Juan Pablo II en 1991, ya que éste se adaptaba mejor a los pasos de la Semana
Santa cordobesa que representarían las quince estaciones de este Vía Crucis,
alternativo y complementario al tradicional, basadas en el Nuevo Testamento.
Una vez terminado el
acto en la Catedral, los pasos iniciaron el camino de vuelta a sus respectivos
templos volviendo a llenar las calles de Córdoba de fe y devoción.
La Cruz de Cristo, nuestra propia Cruz, nuestro
mayor símbolo, aparece exaltada, triunfante y gloriosa porque Cristo ha
resucitado; la Cruz de Cristo, de la que debemos participar, la que ha movido a
todo el pueblo cristiano cordobés a organizar este gran acontecimiento y acto
de fe y oración, y a participar de él, es en palabras del Sr. Obispo, fuente de
esperanza, de amor de Dios para con sus hijos y de amor de nosotros, sus hijos,
para con Él y para con nuestro prójimo. El amor de Dios, representado en la
Cruz, conlleva al perdón y a la misericordia del Padre, a la redención del
Hijo, y a la paz del Espíritu Santo.
María, Madre Nuestra y de Nuestro Señor es la Reina
de la Paz; paz de sus hijos y fieles devotos, paz en el mundo y paz en la Gloria
Celestial a la que Ella, con su naturaleza corredentora nos guía siempre de la
mano y del amor de Dios para con sus hijos; amor que debemos llevar a la
práctica, a nuestra propia vida, desviviéndonos y ofreciéndonos a Cristo y a
los demás, especialmente a los más necesitados y desfavorecidos, esto es la
caridad, ejemplificada de forma inigualable en la figura de Jesucristo,
Salvador nuestro, de nuestro pecado y de nuestra muerte, de nuestro caminar sin
rumbo como una oveja perdida que con esfuerzo y dedicación recupera , reconduce
a la fe, ayudado siempre por María, que brilla como Estrella de la Nueva
Evangelización.
La Virgen María fue precisamente la que inició el
acto de fe del pasado sábado, en este caso se nos presentaba bajo la advocación
de Reina de los Mártires, en alusión a los numerosos mártires que por desgracia
ha conocido la diócesis cordobesa; fue a Ella, a la que Mons. Demetrio
Fernández realizó una ofrenda floral en memoria de los santos
mártires, ya mencionados; fue Ella, la que nos incitó bajo su andar alegre y
victorioso a rezar el Vía Crucis hasta llegar a la Resurrección eterna y
gloriosa de su Bendito Hijo; fue Ella, la Divina Pastora de nuestras almas, la
que nos unió como un rebaño para seguir la pasión y muerte redentora de Nuestro
Señor Jesucristo; fue Ella, la que nos permitió vivir y disfrutar de una
experiencia histórica, religiosa, espiritual y de fe, en la que el numeroso
patrimonio que rodeaba a las imágenes de Jesús en cada estación, se hacía
ofrenda, elevación y exaltación de esa fe profesada, celebrada, vivida y
rezada, como diría el ahora Doctor de la Iglesia, Juan de Ávila; fue Ella, es
Ella, y será Ella, la que nos incite a impregnarnos de Jesús, del Maestro, de
su Escritura, de su Ejemplo y a participar de la Eucaristía, ya que Ella nos lo
ofrece para posteriormente entregárnoslo, pero a pesar de ello, nunca lo
abandona sino que se hace fiel seguidora de su Hijo, de Nuestro Señor,
sufriendo así con Él el calvario por nuestros pecados; por ello María es
refugio de los pecadores.
Sin duda, dejándonos guiar por la Stella
Matutina,
participaremos de la Cruz de Cristo, cargando con ella, y a la vez disfrutando,
ya que así nuestro camino pasará muy cerca de Dios; nuestros pecados serán
perdonados por el amor que profesamos a Dios y a los demás, demostrado en el peso
que llevamos encima, el peso de la ayuda al necesitado, de la esperanza en un
mundo mejor, y de la fe en Jesús que nos salva y nos da la paz, la
reconciliación y la unidad entre hermanos; esa es la obra de nuestra Salvación;
así tendremos las Puertas abiertas de su Gloria Celestial, y así viviremos la
Verdad que Él mismo constituye, y escucharemos su llamada, su voz, que nos
invita a ser discípulos misioneros suyos, integrantes de su rebaño, hermanos y
cofrades unidos todos como una gran familia, la familia de los hijos de Dios,
partícipes y pertenecientes a su Iglesia, en cuya misión evangelizadora nos
debemos ver involucrados; este es el compromiso de fe al que Jesús nos mueve
tras haber rezado el Vía Crucis y haberlo adorado.
Jesús Cuevas Salguero
19/09/2013