Preciosa formulación de la fe, hecha por Pedro en casa del centurión de Cesarea. Dios no hace distinciones: acepta al que practica la justicia, sea de la nación que sea, profese la religión que profese, solo con que sea sincero con su conciencia. Y esto lo sabemos por Jesús, porque estamos convencidos de que «Dios estaba con Él» (2ª lectura: Hechos 10, 34-38).
«Dios estaba con Él» significa lo mismo que «estaba lleno del Espíritu», animado por el Viento de Dios, como si Dios mismo se hubiese posado sobre él, como se posan suavemente las palomas. Por eso es el Hijo predilecto, y por eso el Bautista se sentía anonadado al tener que bautizarle (Evangelio: Mateo 3, 13-17).
Es el Espíritu, el Viento de Dios, el que lo hizo como era: trae a las naciones la justicia, sin gritar, sin vocear por las calles, discreto como la brisa; sabe
«con-padecer», no quiebra la caña cascada, no apaga el pábilo vacilante, abre los ojos de los ciegos, libera a los cautivos, porque su Padre le lleva de la mano, porque Dios estaba con Él (1ª lectura: Isaías 42, 1-4. 6-7).
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«El bautismo es la unción con el Espíritu Santo de cada uno de los bautizados, en orden a capacitarlo para la gloria. En el bautismo de Jesús en el Jordán tiene origen nuestro propio bautismo. Jesús se acerca hasta cada uno de nosotros, pecadores, carga con nuestros pecados en su propia carne, nos lava los pecados y, ungiéndonos con su Espíritu Santo, nos hace hijos del Padre, hermanos de los demás hombres y herederos del cielo. / Bautismo de Jesús, bautismo de los cristianos. No se trata de simple agua natural, se trata de un agua que lleva dentro el fuego del Espíritu Santo, que nos transfigura haciéndonos hijos de Dios».
Mons. Demetrio Fernández, Obispo de Córdoba