Ahora no se trata de María o Juan, sino de Tomás, el mismo que dijo «Vamos también nosotros a Jerusalén, a morir con él». El mismo entusiasmo por Jesús, esta vez en un hombre crítico, que no se deja arrastrar por «visiones de mujeres» (Evangelio: Juan 20, 19-31). Es la primera vez que los evangelistas llaman a Jesús expresamente «Dios mío».
Esta fe de Tomás, que tuvo que ver y tocar para creer, tiene una aplicación emocionante para nosotros en la carta de Pedro (2ª lectura: 1 Pedro 1, 3-9): «No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en él». Pero Jesús no era invisible, ni lo es hoy: se lo ve en la comunidad de los creyentes: «los hermanos eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones» (1ª lectura: Hechos 2, 42-47). Es decir, que en ellos se veía a Jesús. El resucitado era visible en los resucitados. Vivían con un mismo espíritu, el Espíritu de Jesús. Por eso atraían a todo el mundo.
Y eso, precisamente eso, es la clave de toda evangelización: vivir como resucitados, con el mismo espíritu de Jesús.