«Yo abriré vuestros sepulcros, pueblo mío, os infundiré mi espíritu y viviréis» (1ª lectura: Ezequiel 37, 12-14). Para eso es Dios, para dar vida, y más vida de la que ahora vivimos, más de lo que podemos imaginar. Nosotros tendemos a conformarnos con esta vida (y esto no es vida, esto no es vivir), pero Dios sueña para nosotros algo infinitamente mejor. Eso es lo que trae Jesús: una vida llena del Espíritu, henchida por el Viento de Dios.
El mismo Espíritu que hacía vivo y para siempre a Jesús, es nuestro espíritu, el que el Padre nos regala (2ª lectura: Romanos 8, 8-11). Marta y María lloran a su hermano muerto (Evangelio: Juan 11, 1-4) porque desconocen que no está muerto. Les hace falta que Jesús mismo se lo haga visible. Les hace falta creer más en Jesús. Pero Jesús nunca falla. Sabe que se arriesga volviendo a Betania, cerca de Jerusalén, donde su cabeza está puesta a precio. Pero los amigos son para siempre, y Jesús es fiel, como Dios es fiel, aunque vaya a arriesgar la vida. ¡Qué rasgo de valentía y de amor el de Tomás!: «Vamos también nosotros, a morir con él».